Editorial: 425
Noventa y nueve
borregos y un pastor hacen cien cabezas
Cuando,
ya fuera en cursos o en conferencias, los periodistas científicos
queríamos ilustrar la escasa percepción en los medios de
comunicación tradicionales y, más concretamente, entre sus mandos
directivos, sobre la importancia de la ciencia y de la información
científica, solíamos preguntarnos: "¿Cuántas
veces han comido los directores de nuestros medios con Emilio Botín
o con cualquier otro presidente de la banca o la gran industria,
cuántas con dirigentes, ministros o políticos influyentes del país,
cuántas con Ramón Margalef?" .-
Perdón,
¿con quién?
Sí, con Ramón
Margalef, uno de los fundadores de la ecología moderna, maestro de
generaciones de ecólogos y biólogos desde su cátedra de Ecología
en la Universidad de Barcelona, la primera de España (1967), y
considerado universalmente como una de las autoridades incontestables
sobre el medio ambiente.
Pocos,
por no decir ninguno, de los directores de los medios de comunicación
de ámbito nacional o local, han gozado alguna vez de una comida o de
una charla distendida con Margalef. Ya no tendrán la ocasión de
hacerlo y no saben lo que se han perdido. Don Ramón falleció el 23
de mayo de 2004 en Barcelona, ciudad en la que nació hace 85 años.
Se marchó para siempre, pero nos dejó su inteligencia, sus escritos
y su voz. Uno de estos testimonios suyos, claro y fresco como el agua
que brota arriba en la montaña, discurre por la entrevista que le
hice en 1995 y que hoy volvemos a publicar en en.red.ando
en un modesto homenaje a este sabio con pinta de maestro de escuela.
Don Ramón demuestra en sus respuestas el vigoroso trazo y la
consistencia del pensamiento de un científico de rasgos tan
singulares como personales, cuyo legado está destinado a crecer en
los próximos años, o muy mal nos irán las cosas.
Margalef era un
investigador sin dobleces ni cartón. Casi todos los periodistas
hemos sufrido en carne propia su enrocada desconfianza hacia los
medios de comunicación, hacia la incapacidad de estos para
transmitir un mensaje ligeramente fiel al original. Don Ramón sabía
mejor que nadie la dificultad de sintetizar en pocas palabras la
complejidad de un mundo que los medios reducían a fórmulas de una
simpleza insultante. Y explicaba con infinita paciencia a los pocos
periodistas que pudieron conversar a fondo con él, hasta qué punto
esa tendencia hacia el reduccionismo formaba parte de los códigos
lingüísticos de los poderosos. Era parte del camuflaje necesario
para defender un modelo de consumo de recursos que les beneficiaba en
detrimento del conjunto de la especie.
Frente a su postura
científica y humana, imbuida de una dimensión ética poco frecuente
en la comunidad científica, gran parte del ecologismo y del
impetuoso movimiento medioambientalista -ya fuera a favor de la
protección de los ecosistemas con un soporte más o menos
científico, o de fiar al mercado el desarrollo de medidas
correctoras-, lo único que acertaban a proponer era o una sucesión
interminable de estadísticas de voluble interpretación, o un
principio de incertidumbre que servía, en el fondo, para justificar
el continuismo de los privilegios de la minoría poderosa del
planeta. Margalef no necesitaba de ninguna de estas muletas para
demostrar que el problema real residía no en los desequilibrios de
la población, o en el fracaso o relativo éxito de las tímidas
medidas remediadoras de la pobreza, sino en dos factores que se iban
agravando constantemente: primero, la perversa tendencia a
incrementar y concentrar el consumo de recursos en la quinta parte de
la población mundial que gobernaba el mundo; segundo, pensar que
habíamos logrado desligarnos de las leyes fundamentales que
gobiernan los mecanismos de la evolución.
Margalef
era uno de los grandes expertos en sistemas de información. Su obra
seminal, Teoría
de la Información en la Ecología,
data de 1957. De ahí procedía quizá su penetrante mirada hacia el
papel que jugaban los medios de comunicación en la sociedad. Su
análisis de los ecosistemas se sostenía sobre la interacción y los
intercambios de información entre los seres vivos, lo cual incluía,
lógicamente, la energía y las máquinas. La biodiversidad la
constituía, en realidad, la gran reserva de información atesorada
en los genes que se transmitía entre generaciones. "Nosotros,
los seres vivos, morimos, pero la información genética tiende
puentes entre las diferentes generaciones"
sostenía el ecólogo. Sí, ya sé que es estirar el concepto, pero
no deja de ser una aguda metáfora de Internet en cuanto
representación virtual de ecosistemas poblados por información y
conocimiento.
Margalef, a pesar de
sus reticencias a aparecer en los medios, no desaprovechaba las
escasas ocasiones cuando esto ocurría para advertir que, por más
que nuestra capacidad para modificar la naturaleza fuera en aumento,
las leyes de la selección natural seguían funcionando y, por tanto,
bajo el oropel de nuestras formidables conquistas se deslizaba, como
una serpiente sibilina y silenciosa, una dinámica evolutiva sorda a
los intentos de forzarla en favor de unos cuantos. La naturaleza, de
una u otra manera, ahora o más adelante, se rebelaría mediante
episodios que entonces consideraríamos "catastróficos".
Margalef
habría sonreído ante los nuevos intentos de demostrar que esto no
es así y que nada peligroso está sucediendo porque la "madre
natura"
es resistente, cuesta mucho modificarla y, en el fondo, estamos
teniendo éxito en desparramar la riqueza y el bienestar por todo el
planeta. Ese es el banderín de enganche de libros como "El
ecologista escéptico",
de Bjorn Lomborg, que ha merecido que la revista Time le incluya en
la lista de los 100 científicos más influyentes del mundo.
Lógicamente, Margalef no está en esa relación pintada, y bien
pintada, con el brillo púrpura de los medios de comunicación.
Cuando se le preguntaba
por el futuro, Margalef hacía hincapié en esa joven e interesante
preocupación del ser humano por las consecuencias de sus actos, cuyo
origen él fechaba en la discusión que produjeron los escritos de
Darwin, en particular la revelación por parte del científico
británico de nuestra vinculación evolutiva con el mono y los
homínidos. Pero tampoco le concedía un alto valor a dicha
preocupación, porque los propios actos de los humanos la ponían
constantemente en tela de juicio, como si pensáramos que vivimos a
resguardo de nuestras peores tropelías.
Margalef
nos abandonó, irónicamente, embargado por una profunda
preocupación: la naturaleza del actual debate ecológico y la
dificultad para reorientarlo a fin de atacar los verdaderos problemas
que nos afectan. Las sucesivas cumbres de la ONU han embarrancado
indefectiblemente en el intento de los países ricos de obligar a los
países pobres o en desarrollo a que compartan la factura de los
excesos cometidos por aquellos en los últimos 200 años. Excesos que
han servido, precisamente, para dividir al mundo en dos facciones,
ricos y pobres, y cuya distancia se puede medir con meridiana
exactitud por el volumen de recursos per
cápita
consumidos a ambas orillas de esa profunda brecha. Margalef nos ha
legado suficientes argumentos no sólo para modificar el rumbo de
este debate fundamental, sino para comprender sus consecuencias desde
la perspectiva de la evolución de las especies, una de las cuales
somos nosotros. Él ya hizo su trabajo. Ahora nos toca a nosotros
subirnos a sus hombros para darle continuidad. Por más que lo siga
intentando, no le perderemos de vista, don Ramón.
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