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Los hombros de Margalef

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
25/5/2004
Fuente de la información: Revista en.red.ando
Organizador:  Enredando.com
Temáticas:  Medio ambiente  Ecología  Antropología 

Editorial: 425


Noventa y nueve borregos y un pastor hacen cien cabezas


Cuando, ya fuera en cursos o en conferencias, los periodistas científicos queríamos ilustrar la escasa percepción en los medios de comunicación tradicionales y, más concretamente, entre sus mandos directivos, sobre la importancia de la ciencia y de la información científica, solíamos preguntarnos: "¿Cuántas veces han comido los directores de nuestros medios con Emilio Botín o con cualquier otro presidente de la banca o la gran industria, cuántas con dirigentes, ministros o políticos influyentes del país, cuántas con Ramón Margalef?"

.- Perdón, ¿con quién?


Sí, con Ramón Margalef, uno de los fundadores de la ecología moderna, maestro de generaciones de ecólogos y biólogos desde su cátedra de Ecología en la Universidad de Barcelona, la primera de España (1967), y considerado universalmente como una de las autoridades incontestables sobre el medio ambiente.


Pocos, por no decir ninguno, de los directores de los medios de comunicación de ámbito nacional o local, han gozado alguna vez de una comida o de una charla distendida con Margalef. Ya no tendrán la ocasión de hacerlo y no saben lo que se han perdido. Don Ramón falleció el 23 de mayo de 2004 en Barcelona, ciudad en la que nació hace 85 años. Se marchó para siempre, pero nos dejó su inteligencia, sus escritos y su voz. Uno de estos testimonios suyos, claro y fresco como el agua que brota arriba en la montaña, discurre por la entrevista que le hice en 1995 y que hoy volvemos a publicar en en.red.ando en un modesto homenaje a este sabio con pinta de maestro de escuela. Don Ramón demuestra en sus respuestas el vigoroso trazo y la consistencia del pensamiento de un científico de rasgos tan singulares como personales, cuyo legado está destinado a crecer en los próximos años, o muy mal nos irán las cosas.


Margalef era un investigador sin dobleces ni cartón. Casi todos los periodistas hemos sufrido en carne propia su enrocada desconfianza hacia los medios de comunicación, hacia la incapacidad de estos para transmitir un mensaje ligeramente fiel al original. Don Ramón sabía mejor que nadie la dificultad de sintetizar en pocas palabras la complejidad de un mundo que los medios reducían a fórmulas de una simpleza insultante. Y explicaba con infinita paciencia a los pocos periodistas que pudieron conversar a fondo con él, hasta qué punto esa tendencia hacia el reduccionismo formaba parte de los códigos lingüísticos de los poderosos. Era parte del camuflaje necesario para defender un modelo de consumo de recursos que les beneficiaba en detrimento del conjunto de la especie.


Frente a su postura científica y humana, imbuida de una dimensión ética poco frecuente en la comunidad científica, gran parte del ecologismo y del impetuoso movimiento medioambientalista -ya fuera a favor de la protección de los ecosistemas con un soporte más o menos científico, o de fiar al mercado el desarrollo de medidas correctoras-, lo único que acertaban a proponer era o una sucesión interminable de estadísticas de voluble interpretación, o un principio de incertidumbre que servía, en el fondo, para justificar el continuismo de los privilegios de la minoría poderosa del planeta. Margalef no necesitaba de ninguna de estas muletas para demostrar que el problema real residía no en los desequilibrios de la población, o en el fracaso o relativo éxito de las tímidas medidas remediadoras de la pobreza, sino en dos factores que se iban agravando constantemente: primero, la perversa tendencia a incrementar y concentrar el consumo de recursos en la quinta parte de la población mundial que gobernaba el mundo; segundo, pensar que habíamos logrado desligarnos de las leyes fundamentales que gobiernan los mecanismos de la evolución.


Margalef era uno de los grandes expertos en sistemas de información. Su obra seminal, Teoría de la Información en la Ecología, data de 1957. De ahí procedía quizá su penetrante mirada hacia el papel que jugaban los medios de comunicación en la sociedad. Su análisis de los ecosistemas se sostenía sobre la interacción y los intercambios de información entre los seres vivos, lo cual incluía, lógicamente, la energía y las máquinas. La biodiversidad la constituía, en realidad, la gran reserva de información atesorada en los genes que se transmitía entre generaciones. "Nosotros, los seres vivos, morimos, pero la información genética tiende puentes entre las diferentes generaciones" sostenía el ecólogo. Sí, ya sé que es estirar el concepto, pero no deja de ser una aguda metáfora de Internet en cuanto representación virtual de ecosistemas poblados por información y conocimiento.


Margalef, a pesar de sus reticencias a aparecer en los medios, no desaprovechaba las escasas ocasiones cuando esto ocurría para advertir que, por más que nuestra capacidad para modificar la naturaleza fuera en aumento, las leyes de la selección natural seguían funcionando y, por tanto, bajo el oropel de nuestras formidables conquistas se deslizaba, como una serpiente sibilina y silenciosa, una dinámica evolutiva sorda a los intentos de forzarla en favor de unos cuantos. La naturaleza, de una u otra manera, ahora o más adelante, se rebelaría mediante episodios que entonces consideraríamos "catastróficos".


Margalef habría sonreído ante los nuevos intentos de demostrar que esto no es así y que nada peligroso está sucediendo porque la "madre natura" es resistente, cuesta mucho modificarla y, en el fondo, estamos teniendo éxito en desparramar la riqueza y el bienestar por todo el planeta. Ese es el banderín de enganche de libros como "El ecologista escéptico", de Bjorn Lomborg, que ha merecido que la revista Time le incluya en la lista de los 100 científicos más influyentes del mundo. Lógicamente, Margalef no está en esa relación pintada, y bien pintada, con el brillo púrpura de los medios de comunicación.


Cuando se le preguntaba por el futuro, Margalef hacía hincapié en esa joven e interesante preocupación del ser humano por las consecuencias de sus actos, cuyo origen él fechaba en la discusión que produjeron los escritos de Darwin, en particular la revelación por parte del científico británico de nuestra vinculación evolutiva con el mono y los homínidos. Pero tampoco le concedía un alto valor a dicha preocupación, porque los propios actos de los humanos la ponían constantemente en tela de juicio, como si pensáramos que vivimos a resguardo de nuestras peores tropelías.


Margalef nos abandonó, irónicamente, embargado por una profunda preocupación: la naturaleza del actual debate ecológico y la dificultad para reorientarlo a fin de atacar los verdaderos problemas que nos afectan. Las sucesivas cumbres de la ONU han embarrancado indefectiblemente en el intento de los países ricos de obligar a los países pobres o en desarrollo a que compartan la factura de los excesos cometidos por aquellos en los últimos 200 años. Excesos que han servido, precisamente, para dividir al mundo en dos facciones, ricos y pobres, y cuya distancia se puede medir con meridiana exactitud por el volumen de recursos per cápita consumidos a ambas orillas de esa profunda brecha. Margalef nos ha legado suficientes argumentos no sólo para modificar el rumbo de este debate fundamental, sino para comprender sus consecuencias desde la perspectiva de la evolución de las especies, una de las cuales somos nosotros. Él ya hizo su trabajo. Ahora nos toca a nosotros subirnos a sus hombros para darle continuidad. Por más que lo siga intentando, no le perderemos de vista, don Ramón. 

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