Editorial: 432
En
mesa redonda no hay cabecera
Como
si se hubieran puesto de acuerdo los diversos equipos médicos, en
unos pocos días hemos recibido un diagnóstico masivo sobre el
estado de la Sociedad del Conocimiento en España. A tenor del
dictamen, casi podríamos decir mejor que no se la encuentra por
ningún lado. Los “facultativos” han sido varios y han hablado
desde tribunas muy diferentes. Por una parte, el 7 de julio la
Fundación Cotec, que agrupa a unas 80 empresas, presentó su informe
anual en el que considera que el sistema de I+D+i español (la última
“i” es por innovación) no produce suficiente tecnología propia.
Su presidente, José Ángel Sánchez Asiaín, ex-presidente del Banco
Bilbao Vizcaya, repartió culpas entre empresas y administración
pública en presencia del Rey Juan Carlos I y del Ministro de
Industria José Montilla.
El
9 de julio, Javier Cremades, presidente del Observatorio del
Notariado para la Sociedad de la Información, no fue menos cáustico
en un artículo publicado en el diario El País titulado: “Por una
nueva política de Telecomunicaciones” (¡!). El autor estima que
España sufre un retraso de 12 años respecto a la Unión Europea en
la media de los parámetros que miden la Sociedad del Conocimiento.
Digamos, de paso, que esta era más o menos la diferencia que se
achacaba al país respecto al mundo industrializado cuando empezó la
transición política. Lo que no queda muy claro en su argumentación
es porqué se reclama un esfuerzo suplementario a los tecnólogos e
ingenieros de telecomunicación cuando se trata de hacer avanzar el
binomio sociedad y conocimiento. ¿Qué pasa con el resto de
ciudadanos, colectivos sociales, empresas, instituciones, etc.?
Ese
mismo día, Francisco Ros, Secretario de Estado para las
Telecomunicaciones y la Sociedad de la Información -desafortunado
matrimonio donde los haya, como hemos dicho en el párrafo anterior,
ahora consagrado nada menos que en la cúpula del Ministerio de
Industria (¡¡!!)-, expresó el diagnóstico con una metáfora
cáustica: “Nos estamos quedando en el pelotón de cola” en
desarrollo tecnológico y avances de la Sociedad de la Información.
Durante su intervención en la clausura de un curso sobre
telecomunicaciones de la Universidad Complutense de Madrid pidió “un
mayor grado de libertad” para Telefónica con el fin de no lastrar
la progresión de la Sociedad de la Información. ¡Acabáramos, era
la esclavitud de nuestra operadora lo que nos estaba haciendo correr
con pies de plomo!.
Entre
medio de este alud de manifestaciones, el Plan Estratégico
Metropolitano de Barcelona hacía público en esas mismas fechas un
informe con una conclusión alarmante: el sistema educativo de
Cataluña se sitúa a la cola de Europa e incluso de España y “no
logra niveles suficientes de eficacia, ni en los aspectos de
instrucción, ni en los educativos, ni de formación de una
ciudadanía crítica y plenamente responsable”. El estudio verifica
lo que, me parece, todos ya sabíamos: los peores resultados se
producen por lo general en centros que pertenecen a la red pública
de educación, muchos de ellos emplazados en barrios deprimidos o
habitados por grupos sociales “constituidos por familias de menor
capital cultural, de baja posición social y de menos recursos
económicos”.
Esa
es la famosa brecha que los políticos no quieren ver, entretenidos
como están en declamar que el riesgo es la brecha digital como si
esta fuera una especie de “peligro amarillo” que algún día
vendrá y nos llevará a todos a algún infierno terrible. No hace
falta esperar a tanto. Basta con mantener la situación actual para
que cualquier brecha socio-económica nos maniate de pies y manos.
Aquí no hay telefónicas ni ingenieros que valgan. Aquí sólo valen
políticas de Sociedad del Conocimiento que generen contenidos y
aglutinen sectores sociales capaces de aprovechar esos contenidos en
la perspectiva de una educación orientada hacia las necesidades, los
retos y las oportunidades que ofrece dicha sociedad articulada por
redes.
Las
brechas causadas por la sociedad industrial tienden a profundizarse y
agravarse si no son “puenteadas” a tiempo por las políticas de
la Sociedad del Conocimiento. Y éstas dependen, fundamentalmente, de
las medidas que adopten las administraciones públicas, sobre todo, y
por encima de todo, en el sistema educativo y sus múltiples
relaciones con el resto de la sociedad, en particular el sistema
productivo. Precisamente, éste es un aspecto que el informe del PEM
de Barcelona destaca: la separación entre lo que se enseña y para
qué y a quiénes se enseña.
La
solución no puede emprenderse, como hemos visto hasta ahora repetido
hasta la saciedad, mediante proyectos aislados y esfuerzos agotadores
por parte de maestros y profesores pioneros cuyas ganas de innovar se
quedan hechas jirones en cada intento. Junto con los cambios
estructurales que propone el informe del PEM, como la reforma de la
organización administrativa de la educación, creo que ha llegado el
momento de quejarse menos por la escasa “adaptación” a la
incorporación de las nuevas tecnologías a la educación, y tratar a
ésta -al sistema educativo y a las nuevas tecnologías, en
particular Internet- desde su doble vertiente territorial y virtual
(véase el editorial: “La educación como territorio virtual”).
Mientras
que el territorio físico se articula a través de la distribución
de la renta y de las correspondientes escalas socio-económicas, el
territorio virtual lo hace a partir de los recursos cognitivos que es
capaz de generar, gestionar y distribuir (véase el editorial
“Pizarras y ordenadores”). No hay ninguna razón para que los
colegios de las llamadas zonas deprimidas no tengan acceso directo e
instantáneo a los recursos educativos que se creen en red. Sí la
hay si pensamos en esos recursos como cautivos de aquellos centros
educativos que han sido capaces de generarlos debido, entre muchos
otros factores, a su opulencia económica. Pero eso significa volver
a potenciar el valor de la territorialidad física, es decir, de la
brecha social que producen los tremendos desajustes de la sociedad
industrial, y permitir que sean dichos desajustes los que determinen
la evolución (¿o deberíamos decir involución?) del sistema
educativo librado a las fuerzas del mercado que todos conocemos.
Ahora
bien, para pensar en el territorio virtual de la educación no
necesitamos a ingenieros de telecomunicación, ni siquiera a
Telefónica. No sólo. Aún más, tampoco es un factor determinante
la diseminación del código abierto y el software libre como si
fueran el Catón de la nueva educación. Lo fundamental es pensar en
los procesos de generación de contenidos (recursos educativos) en
comunidades virtuales (no en escuelas físicas) montadas sobre
espacios digitales dotados con herramientas de trabajo en
colaboración. Comunidades virtuales entendidas como “redes”
donde trabajan juntos profesores, alumnos, padres, editores de
materiales, expertos, etc., a partir de objetivos y metas claramente
especificadas. Es este nuevo territorio de la educación el que
debería empezar a darnos respuestas a todos los diagnósticos con
que nos han asaltado esta semana: el uso de las nuevas tecnologías,
sus objetivos y el papel que puede jugar el país en el avance de la
Sociedad del Conocimiento.
Que
se me disculpe la irreverencia de la cita para quienes tienen la piel
fina, pero decía Marx en 1845 en sus Tesis sobre Feuerbach: “La
teoría materialista de que los hombres son producto de las
circunstancias y de la educación, y de que, por tanto, los hombres
modificados son producto de circunstancias distintas y de una
educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los
que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador
necesita ser educado.”
Pues
eso, ahí estamos, todavía.
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