Como
dice el tango, 20 años no es nada, pero a veces parece una
eternidad. Dos décadas han transcurrido desde que Duncan Graham-Rowe
dejó al mundo atónito al escribir “IBM” mediante 35 átomos de
xenón. Los movió uno a uno y los convirtió en la tinta con la que
redactó el primer capítulo de una nueva historia de la ciencia y la
ingeniería. Aquel clamor de sorpresa fue el pistoletazo de salida
para la nanotecnología, que para cualquier adulto, y ya no digamos
los jóvenes, parece que vive con nosotros desde el principio de los
tiempos. Lo curioso, como siempre, es que el objetivo de esta nueva
disciplina es la manipulación de los átomos para crear estructuras
nuevas. No era eso lo que buscaba Graham-Rowe, quien se encontró con
esta revolucionaria forma de trabajar con lo más pequeño de lo más
pequeño gracias a sus experimentos en la microscopía de efecto
túnel. Desde entonces, muchas voces nos han asegurado que nada
volverá ser igual.
Pero, gradeclonewatch.com
como dicen los escépticos, el alud de promesas nos ha dejado un
premio Nobel que reconoce los avances de las memorias nano y el
nombre del popular reproductor mp3 de una famosa firma de
ordenadores. En realidad, sostiene la fracción disidente, esta es la
distancia que hay entre el mundo nano dibujado por sus defensores y
lo que aparece como frutos visibles de una revolución pendiente.
Sin
embargo, como dice el propio Graham-Rowe, estamos ante una tecnología
evolucionaria, no revolucionaria. Y posiblemente esto explique la
lentitud con que progresa esta disciplina científica y las
dificultades que encuentra para inundarnos con maravillosas y
sorprendentes máquinas y productos invisibles al ojo humano. Por mi
parte, pillado en medio de esta pinza (la misma que nos oprime
en tantos otros campos del quehacer humano), cada vez que salta la
discusión sobre lo nano, yo recomiendo la lectura de la inquietante
novela de Neil Stephenson “La Era del Diamante: Manual Ilustrado
para Señoritas”, donde los nanobots se erigen en protagonistas de
la vida urbana, de los sistemas de vigilancia, del estado de la salud
humana, del castigo a los delicuentes o los meramente sospechosos, en
definitiva son el cincel transparente e inevitable del paisaje
humano.
¿Vamos
para allá? Todavía no tenemos respuestas claras al respecto. Si
miramos a nuestra experiencia de los últimos 40 años, si en algo
hemos demostrado de sobra nuestra pericia e inteligencia es en
conseguir que la tecnología evolucionara precisamente en las
direcciones más inesperadas o no queridas. Y lo ha hecho de manera
consistente y tenaz, sin dejarse aprisionar por conceptos o visiones
que trazaban con meridiana claridad las líneas de lo que todavía no
había sucedido.
Hoy
día, los recubrimientos de superficies, las cremas y los cosméticos
ya viven enganchados a la nanotecnología. Lo mismo que esas memorias
que permiten comprimir miles de canciones en una pastilla no mayor
que la yema de un dedo. La energía está emergiendo como uno de los
campos donde la nanotecnología puede conseguir su carta de
ciudadanía. Por esta vía está recuperando crédito la
superconductividad, que tanto prometió también en su momento, al
desplegar su potencial en la escala nano para la conservación y la
transmisión de electricidad en entornos que se vuelven mucho más
seguros que los que hemos conocido hasta ahora.
Si
algo se sabe a ciencia cierta de la nanotecnología es que ningún
campo del conocimiento le es ajeno. Pareciera que sintetiza uno de
esos momentos de “gran unificación”, de Arcadia soñada u
perseguida por generaciones de científicos y tecnólogos: la
encrucijada donde la ciencia y la ingeniería tienen forzosamente que
trabajar codo a codo. Bueno, codo a codo, lo que se dice codo a codo,
no. Manipular átomos y moléculas supone funcionar en la escala
entre 0.1 y 100 nanometros. Un nanometro es a un centímetro lo que
un zapato es a la anchura del Océano Atlántico. En esas
dimensiones, donde los codos estorban, se están fabricando
engranajes, máquinas, dispositivos móviles, motores, máquinas,
aviones, misiles...
En
ese mundo diminuto suceden cosas que no hemos visto jamás en el
nuestro. Los materiales tienen comportamientos anómalos si los
juzgamos desde el prisma de lo que nosotros conocemos, tocamos y
transformamos. La plata aguanta bien los reactivos en la joyería,
pero a la escala nano ha demostrado que tiene propiedades
antibacterianas que no se sospechaban. Otros materiales adquieren una
flexibilidad, dureza o elasticidad que no tienen en nuestro mundo.
Y
por si alguien tuviera todavía dudas, ahí está el juego de lo nano
con la salud: balas mágicas que actúan sólo donde el organismo
requiere reparación, sustancias que se adhieren a las células
descontroladas para devolverlas al redil o liquidarlas, cañones que
disparan salvas salvadoras o mortales, galaxias de moléculas que
actúan cada una por su cuenta hasta que se agrupan para generar
materiales capaces de reconstruirse como artefactos operativos en los
lugares más recónditos y diminutos del planeta.
La
nanotecnología es una fuerza civil y militar en todos los sentidos.
Surgen nuevas posibilidades tanto para lo mejor como para lo peor.
Controlar máquinas que nadie ve constituye un arma de evidente
poder, tanto disuasorio como de consecuencias reales. Y controlarlas
bien, en el sentido de que se sepa siempre donde están y que están
haciendo lo que se supone que deben hacer, también. En los últimos
cinco años han ido apareciendo voces que alertan sobre los riesgos
para la salud y el medio ambiente de las nanopartículas. Al mismo
tiempo, se han confeccionado informes por prestigiosos centros qde
investigación ue consideran que no hay riesgos asociados a las
nanotecnologías, aunque siempre han pulsado la tecla precautoria.
En
realidad, en estos momentos nos encontramos como con Internet en
1970: nadie era capaz de imaginar cuál iba a ser su territorio de
conquista y qué consecuencias iba a tener a medida que los
ordenadores conectados en red se multiplicaran y coparan
prácticamente todo el mundo. Los defensores de la nanotecnología
sostienen que nos encontramos exactamente en un momento parecido:
tanto en la ignorancia, como en las posibilidades de obtener un
beneficio inimaginable. En este dilema se columpia un mundo que no
vemos pero del que ya hablamos como si lo tuviéramos en la palma de
la mano, a la vista. Posiblemente faltan otros 20 años para
confirmar las promesas de la nanotecnología. Pero el tiempo para
definir el marco de su evolución es sin duda mucho menor. Y la única
manera que tenemos de hacerlo es mediante un debate público amplio y
transparente que nos permita contribuir a tomar decisiones que tomen
en cuenta riesgos reales y potenciales. A fin de cuentas, la
nanotecnología no es un visitante ocasional. Ha venido para
quedarse, como Internet.
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