Esto
del cambio de modelo económico, sobre todo desde un modelo con una
fuerte carga de ladrillo industrial a uno donde la información y el
conocimiento sean los bienes básicos, es un territorio plagado de
minas y de inesperadas trincheras. Se supone, por ejemplo, que uno de
los ecosistemas labrados precisamente a base de información y
conocimiento, como son las redes sobre la Red, deberían gozar de una
posición favorable en esta coyuntura. Sin embargo, como se viene
apuntando desde diferentes púlpitos, esto no es así. O los fondos
público se dirigen masivamente a la reparación de los daños
sufridos por ejemplares analógicos seriamente dañados por la
crisis, o las inversiones orientadas hacia la producción de
conocimiento se desdibujan con los recortes en I+D o, lo que es casi
peor, cubren con un discreto velo uno de los ejes más importantes de
la innovación de las últimas dos décadas, como ha sido el alud de
iniciativas ciudadanas en Internet.
Sin
embargo, sería injusto cargar las tintas sólo sobre lo diferentes
peldaños de la errática política pública. Hay muchos otros
factores que intervienen en esta especie de situación paradójica
que vive lo que se podría denominar ampulosamente “el modo de
hacer digital”, con lo que ello significa tanto en formas y medios
para hacer cosas de manera colectiva, como en la producción de los
mencionados bienes de información y conocimiento. Uno de estos
factores, que ya he mencionado en anteriores artículos para
Madrimasd y que cada vez cobra mayor importancia, es el de los
profesionales de las redes. En España tenemos millones de
internautas y, como me recordó hace unos días Francisco Ros,
Secretario de Estado de la Sociedad de la Información, al parecer
somos el segundo país del mundo con más usuarios de redes sociales.
Pero, abrumadoramente, le recordé, no son nuestras. No las hemos
hecho nosotros. El punto donde las redes sociales virtuales
contribuyen decisivamente al crecimiento de la ciencia de las redes,
no tiene todavía en nuestro país una traducción en profesionales
de este conocimiento emergente, en empresas, en centros académicos y
de investigación, en mercados reconocibles de las redes sociales.
Ante
este panorama, cuando se menciona el concepto redes
sociales,
inmediatamente se desbordan por los labios los jinetes más
emblemáticos del apocalipsis “redsocial”, casi todos ellos de
EEUU, casi todos ellos generalistas (casi, he dicho), casi todos
ellos corriendo al galope a piñón fijo sobre la estructura creada
por los jóvenes del garage de turno. ¿Es esto intrínsecamente
malo? Sí y no.
Primero
el no: desde luego se trata de espacios de socialización virtual que
conforman un extraordinario campo de experimentación y que, tras el
bullicio de los amigos reencontrados, de los desconocidos enredados,
de las fotos y el viaje, está haciendo aparecer nuevos modelos de
relación con considerables repercusiones en un amplio abanico de
actividades sociales, culturales o económicas.
Después
el sí: en primer lugar, vamos a remolque. Y eso siempre tiene un
costo, a veces muy elevado en términos de atraso, por más que
tratemos de concentrarnos en los aspectos positivos (“si bien no sé
hacerlo, al menos lo hago con algo importado”).
Perdemos la oportunidad de aprender cómo se elaboran las redes
sociales virtuales (RSV) en un contexto y un ámbito de relaciones
que conocemos y que es, precisamente, donde queremos intervenir. Por
tanto, nuestros negocios, sean los que sean, no logran convertirse en
negocios desplegados sobre redes sociales a partir de dinámica,
necesidades y contextos propios. Por tanto, cuesta determinar las
audiencias, esa masa crítica de productores y consumidores de
información que actúa en red y hace crecer las redes.
Se
supone que como hay mucha gente ahí fuera, siempre habrá una
audiencia interactora dispuesta a vincularse a nuestros proyecto. Y
si lo hacemos dentro de una de esas redes sociales que ahora se
denominan de referencia, mejor que mejor porque ahí hay mogollón de
potenciales usuarios, clientes, interesados, afines, curiosos, o como
los queramos definir. Como se demuestra día a día, aunque no
queramos verlo, es una excelente receta para proyectos efímeros y
para que se esfumen recursos, esfuerzos, información y conocimiento
que ha costado mucho generar y gestionar, sobre todo en red. En otras
circunstancias siempre sería aprovechable y valioso.
A
lo cual habría que añadir cuestiones evidentes de privacidad y
seguridad pero que se pierden de vista con una facilidad pasmosa. Por
ejemplo, mucha de los individuos, colectivos o empresas españolas -o
de cualquier parte- que actúan en la mayor red social vigente,
depositan su información, una parte de sus activos, sus estrategias,
su pasado y su futuro en manos de los gestores de la red
estadounidense. Nada indica que si los gestores fueran, por ejemplo,
españoles, la privacidad y la seguridad estarían aseguradas. Pero
las reglas de juego no serían las mismas, el marco de referencia
sería distinto y la reclamación de responsabilidades por ambas
partes en caso de algún incidente -como, por otra parte, ya ha
ocurrido varias veces- sería lógicamente diferente.
Esto
no se reduce tan sólo a quien tiene mis datos, sino a quien organiza
y gestiona mis relaciones. Aquí entramos en un campo todavía más
oscuro, pues las redes sociales son, en realidad, plataformas
tecnológicas que determinan la dinámica, funciones y propiedades de
las relaciones que se establecen sobre ellas. No se trata de páginas
web o de aplicaciones que aparecen como por arte de magia, sino de
artificios tecnológicos que permiten recrear entornos complejos de
relación social. No sólo interaccionan quienes participan
directamente en la red, sino que la plataforma permite abrir ventanas
a otros usuarios, a otras relaciones, a otras redes, a otros tiempos
y, en suma, a otras historias, con minúscula y con mayúscula.
La
plataforma tecnológica es el portaaviones que organiza la actividad
que se genera en él, le da visibilidad global y, de paso, determina
el alcance de dicha actividad. Si su pista es pequeña, sólo tendrán
cabida ciertos aviones que harán determinado tipo de operaciones. Si
es grande, lo mismo pero para aviones grandes. Lo grande o pequeño
en este caso, en el de la Red y, sobre todo de las redes sociales, no
tiene mayor valor. Lo importante es si la plataforma en cualquiera de
los casos se conforma y ajusta a las necesidades de los proyectos. Y
si posee la flexibilidad suficiente como para permitir su crecimiento
y desdoblamiento -por decirlo de alguna manera- en proyectos nuevos
(otros aviones y más hangares).
En
este terreno, tampoco tenemos suficientes profesionales que estén
preparados para conceptualizar desde este punto de vista los
proyectos de redes sociales, ni proliferan las empresas de ingeniería
capaces de traducirlos a las estructuras tecnológicas necesarias de
acuerdo al proyecto. O, en el caso de las grandes empresas y las
administraciones, se tiende hacia construcciones virtuales ampulosas
de dudosa utilidad por la necesidad de abocar sus funciones hacia
objetivos múltiples y generalistas. O, en el caso de entidades de
menor tamaño, resulta incomprensible asumir las estructuras
tecnológicas necesarias para que, por ejemplo, PyMES, instituciones
o asociaciones, que son las que más necesitan redes sociales
específicas y, en muchas ocasiones, sujetas a dinámicas
territoriales, puedan conceptualizarlas y desplegarlas en la Red. Por
eso todavía echamos mano de plataformas virtuales disponibles en la
estantería virtual, sobre todo de manera gratuita, que, en realidad,
determinan lo que podemos hacer y no hacemos lo que queríamos
determinar.
En
estos tiempos de crisis y cambio de modelo es precisamente cuando más
necesitamos promover estas nuevas capacitaciones y estimular su
impacto sobre el tejido socio-económico. Estos nuevos profesionales
de las redes sociales debieran descubrir rápidamente nuevos campos
de acción y relación en la economía, la cultura, la ciencia, la
integración territorial, la educación, la cohesión social, la
creación de mercados locales con proyecciones globales, etc. En
pocas palabras, el nuevo modelo económico, basado en la información
y el conocimiento, necesita también de nuevos “modeladores”
competentes en el diseño, gestión y desarrollo de centros, sistemas
y redes sociales virtuales. Y esta necesidad es más aguda en la Red,
donde gracias a su universalidad y a la creciente oferta de
actividades, con suma facilidad nos convertimos en meros consumidores
y dejamos por el camino nuestra faceta de productores, innovadores y
creadores. El mundo no empezó ni acabará en Facebook, por más que
haya millones de feligreses abducidos por esta creencia.