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El "síndrome de John"

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
24/9/2008
Fuente de la información: Madrimasd
Organizador:  Madrimasd
Temáticas:  Ciencia 
Artículo publicado en Madrimasd
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El avance de las neurociencias ha sido espectacular en los últimos cinco años. La posibilidad de iluminar las partes que se activan del cerebro ante determinadas situaciones ha permitido descubrir su funcionamiento bajo estímulos físicos, químicos y emocionales. Así, se han fijado las redes neuronales que contribuyen ya sea a promover o anular la capacidad habitual para tomar decisiones, para asumir ciertas creencias políticas o religiosas, o para “desobedecer” la propia voluntad, todo lo cual, como puede suponerse, tiene enormes consecuencias jurídicas, colectivas y personales.


Pues bien: hay unos cuantos que estamos esperando que nos expliquen lo que, en esta ocasión y de manera coloquial, vamos a denominar el “sindrome de John”. Apenas lo comentas, no hay nadie que se quede indiferente. Pareciera que es la experiencia más compartida y menos investigada del género humano. ¿En qué consiste este síndrome? Lo voy a explicar con un ejemplo. Cuando vivía en Londres, todos los domingos iba a jugar a un campo de fútbol en Hampstead Heath. El domingo a las 11 de la mañana, los jugadores aparecíamos por los diferentes confines del parque. Era un partido amistoso, nos habíamos ido juntando con el tiempo en ese campo, ese día y a esa hora, como sucede en tantos miles de campos de fútbol del mundo, sobre todo en Inglaterra. La mayoría no nos conocíamos ni nos tratábamos socialmente. Lo nuestro era puro sexo: una pelota, dos equipos y a jugar. Sin prolegómenos, ni epílogos. Ni siquiera había tiempo para un cigarrillo o una cerveza después del encuentro. Cada uno a su cobijo y hasta la próxima semana. Todo muy british.


John era siempre el encargado de hacer los equipos. ¿Por qué? Nunca nadie lo supo (ni osó preguntar). Pero no sólo eso. John, que ni siquiera traía la pelota, era el encargado de amargarnos los partidos, todos, cada minuto de ellos. Gritaba, empujaba, pegaba patadas, jamás admitía cometer una falta, cantaba las de los demás, negaba sistemáticamente las de su equipo, se inventaba fueras de juego estrafalarios. Su irritación no reconocía fronteras, alcanzaba por igual a compañeros o contrarios. A los primeros les insultaba y atropellaba verbalmente por no jugar como Pelé, o no intentarlo (recuerden la incogruencia: la mayoría eran ingleses). A los segundos no cesaba de acusarles de cometer faltas, manos, carga ilegal, patada alevosa, penalties, en fin, de perpetrar graves ofensas contra todo el reglamento. ¿Que qué tal jugador era John? Creo que hasta su madre se protegía con espinilleras. Le pegaba patadas hasta a las patas de las mesas y, alguna vez, al balón. Jugaba de defensa central. No hace falta añadir más, sólo que su comportamiento desabrido y agresivo empozoñaba a todo el que se encontrara dentro del perímetro del campo. Una gloria.


Un domingo John no vino. Alguien dijo: “Tiene una gripe de aupa”, o algo así. Muchos nos miramos reprimiendo una sonrisa de complicidad. Pero dos o tres lo dijeron en voz alta, para que no quedara dudas del extraño sentimiento de comunión colectiva que nos había embargado de repente: “Hoy al menos jugaremos tranquilos y disfrutaremos del día”. ¡Já! Apenas rodó la pelota, Richard, un tipo en la cuarentena, a quien jamás habíamos escuchado ni si quiera dar los buenos días, se convirtió en árbitro, leñador, insultador procaz y velador sagrado del reglamento. ¡Qué tormento! ¿Dónde había estado todos esos años en los que no decía ni ¡ay! cuando John lo pateaba, como a todos nosotros? Misterio sublime: todos aprendimos que jamás jugaríamos tranquilos, siempre habría un John en nuestros partidos... y en nuestras vidas.


Quien más o quien menos tiene la experiencia de las reuniones de vecinos, las juntas de asociaciones varias, por no entrar en el detalle de las empresas. Siempre hay alguien, un John, que posee un arte refinado para buscar las cosquillas precisamente cuando menos ganas tienes de reirte. Con una sencillez pasmosa consigue que todo vaya siempre a contracorriente de los demás y, encima, generando un clima agrio, áspero, tormentoso, por más que luzca el sol y la brisa anímica de cada uno esté en calma. Y cuando el interfecto abandona su puesto por la razón que sea, misteriosamente, como si fuera por arte de partenogénesis espiritual, aparece el suplente que estaba aguardando su turno en un banquillo que nadie había visto.


¿Qué le sucede a esta gente? ¿Qué nos sucede a todos cuando nos reunimos para algo y engendramos automáticamente semejante monstruo? ¿Cómo puede ser que ni siquiera en condiciones de congregación etílica se logre disuadir al John de turno que se calme y siga bebiendo?


La explicación psicologista la conocemos de sobra: timidez patológica, ego reconcentrado, necesidad de sobresalir, incapacidad de sujetar las riendas de las emociones, malestar consigo mismo y con el mundo, una torta a destiempo (o no) en la infancia... o todo junto. Pero lo que no nos ha dicho todavía la neurociencia es: ¿qué sucede en el cerebro de estos líderes maltratadores y en los de quienes los sufren? ¿Qué neuronas se activan y bajo qué circunstancias ambientales? ¿qué genes ordeñan las proteínas necesarias para cocinar semejantes comportamientos y envenenar ámbitos de trabajo, ocio, esparcimiento, gestión vecinal o allí donde unos cuantos se congreguen para tomar decisiones, la mayoría de las veces absolutamente intrascendentes si no fuera por la presencia del aquejado por el “síndrome de John”?


Ahora no esperamos explicaciones de la neurociencia. Lo que queremos son terapias contundentes, efectivas y eficaces. La coyuntura, además del impetuoso avance de la ciencia, lo exige. La crisis ya inyecta suficiente tensión en la vida de las personas como para que, encima, alguien venga a gritárnoslo al oído con irritación y mala uva. Somos muchos los que estamos aguardando que los exploradores del cerebro nos proporcionen una solución expeditiva. Que llevamos así por lo menos desde que nos caimos del árbol. Ya es hora.

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