Artículo publicado en Madrimasd++++++++++++++++++++++
El avance de las
neurociencias ha sido espectacular en los últimos cinco
años. La posibilidad de iluminar las partes que se activan del
cerebro ante determinadas situaciones ha permitido descubrir su
funcionamiento bajo estímulos físicos, químicos y
emocionales. Así, se han fijado las redes neuronales que
contribuyen ya sea a promover o anular la capacidad habitual para
tomar decisiones, para asumir ciertas creencias políticas o
religiosas, o para “desobedecer” la propia voluntad, todo lo
cual, como puede suponerse, tiene enormes consecuencias jurídicas,
colectivas y personales.
Pues bien: hay unos
cuantos que estamos esperando que nos expliquen lo que, en esta
ocasión y de manera coloquial, vamos a denominar el “sindrome
de John”. Apenas lo comentas, no hay nadie que se quede
indiferente. Pareciera que es la experiencia más compartida y
menos investigada del género humano. ¿En qué
consiste este síndrome? Lo voy a explicar con un ejemplo.
Cuando vivía en Londres, todos los domingos iba a jugar a un
campo de fútbol en Hampstead Heath. El domingo a las 11 de la
mañana, los jugadores aparecíamos por los diferentes
confines del parque. Era un partido amistoso, nos habíamos ido
juntando con el tiempo en ese campo, ese día y a esa hora,
como sucede en tantos miles de campos de fútbol del mundo,
sobre todo en Inglaterra. La mayoría no nos conocíamos
ni nos tratábamos socialmente. Lo nuestro era puro sexo: una
pelota, dos equipos y a jugar. Sin prolegómenos, ni epílogos.
Ni siquiera había tiempo para un cigarrillo o una cerveza
después del encuentro. Cada uno a su cobijo y hasta la próxima
semana. Todo muy british.
John era siempre el
encargado de hacer los equipos. ¿Por qué? Nunca nadie
lo supo (ni osó preguntar). Pero no sólo eso. John, que
ni siquiera traía la pelota, era el encargado de amargarnos
los partidos, todos, cada minuto de ellos. Gritaba, empujaba, pegaba
patadas, jamás admitía cometer una falta, cantaba las de los
demás, negaba sistemáticamente las de su equipo, se
inventaba fueras de juego estrafalarios. Su irritación no
reconocía fronteras, alcanzaba por igual a compañeros o
contrarios. A los primeros les insultaba y atropellaba verbalmente
por no jugar como Pelé, o no intentarlo (recuerden la
incogruencia: la mayoría eran ingleses). A los segundos no
cesaba de acusarles de cometer faltas, manos, carga ilegal, patada
alevosa, penalties, en fin, de perpetrar graves ofensas contra todo
el reglamento. ¿Que qué tal jugador era John? Creo que
hasta su madre se protegía con espinilleras. Le pegaba patadas
hasta a las patas de las mesas y, alguna vez, al balón. Jugaba
de defensa central. No hace falta añadir más, sólo
que su comportamiento desabrido y agresivo empozoñaba a todo
el que se encontrara dentro del perímetro del campo. Una
gloria.
Un domingo John no vino.
Alguien dijo: “Tiene una gripe de aupa”, o algo así.
Muchos nos miramos reprimiendo una sonrisa de complicidad. Pero dos o
tres lo dijeron en voz alta, para que no quedara dudas del extraño
sentimiento de comunión colectiva que nos había
embargado de repente: “Hoy al menos jugaremos tranquilos y
disfrutaremos del día”. ¡Já! Apenas rodó
la pelota, Richard, un tipo en la cuarentena, a quien jamás
habíamos escuchado ni si quiera dar los buenos días, se
convirtió en árbitro, leñador, insultador procaz
y velador sagrado del reglamento. ¡Qué tormento! ¿Dónde
había estado todos esos años en los que no decía
ni ¡ay! cuando John lo pateaba, como a todos nosotros? Misterio
sublime: todos aprendimos que jamás jugaríamos
tranquilos, siempre habría un John en nuestros partidos... y
en nuestras vidas.
Quien más o quien
menos tiene la experiencia de las reuniones de vecinos, las juntas de
asociaciones varias, por no entrar en el detalle de las empresas.
Siempre hay alguien, un John, que posee un arte refinado para buscar
las cosquillas precisamente cuando menos ganas tienes de reirte. Con
una sencillez pasmosa consigue que todo vaya siempre a
contracorriente de los demás y, encima, generando un clima
agrio, áspero, tormentoso, por más que luzca el sol y
la brisa anímica de cada uno esté en calma. Y cuando el
interfecto abandona su puesto por la razón que sea,
misteriosamente, como si fuera por arte de partenogénesis
espiritual, aparece el suplente que estaba aguardando su turno en un
banquillo que nadie había visto.
¿Qué le
sucede a esta gente? ¿Qué nos sucede a todos cuando nos
reunimos para algo y engendramos automáticamente semejante
monstruo? ¿Cómo puede ser que ni siquiera en
condiciones de congregación etílica se logre disuadir
al John de turno que se calme y siga bebiendo?
La explicación
psicologista la conocemos de sobra: timidez patológica, ego
reconcentrado, necesidad de sobresalir, incapacidad de sujetar las
riendas de las emociones, malestar consigo mismo y con el mundo, una
torta a destiempo (o no) en la infancia... o todo junto. Pero lo que
no nos ha dicho todavía la neurociencia es: ¿qué
sucede en el cerebro de estos líderes maltratadores y en los
de quienes los sufren? ¿Qué neuronas se activan y bajo
qué circunstancias ambientales? ¿qué genes
ordeñan las proteínas necesarias para cocinar
semejantes comportamientos y envenenar ámbitos de trabajo,
ocio, esparcimiento, gestión vecinal o allí donde unos
cuantos se congreguen para tomar decisiones, la mayoría de las
veces absolutamente intrascendentes si no fuera por la presencia
del aquejado por el “síndrome de John”?
Ahora no esperamos
explicaciones de la neurociencia. Lo que queremos son terapias
contundentes, efectivas y eficaces. La coyuntura, además del
impetuoso avance de la ciencia, lo exige. La crisis ya inyecta
suficiente tensión en la vida de las personas como para que,
encima, alguien venga a gritárnoslo al oído con
irritación y mala uva. Somos muchos los que estamos aguardando
que los exploradores del cerebro nos proporcionen una solución
expeditiva. Que llevamos así por lo menos desde que nos caimos
del árbol. Ya es hora.
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