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La ciudad como mero taller

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
20/4/2008
Fuente de la información: La Vanguardia
Organizador:  La Vanguardia, Suplemento Dinero
Temáticas:  Medio ambiente 
Artículo publicado en el Suplemento Dinero del periódico
La Vanguardia y en la sección Turbulencias de su edición online
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Durante siete años, un promedio de cinco grúas han rodeado tu casa, ancladas en otros tantos edificios en construcción. Todas llegaron tras el derribo y allanamiento del solar. Ninguna se alejó nunca más allá de 100 metros de distancia. Cada una de ellas congregaba a su alrededor una verdadera división mecanizada: sierras eléctricas para cortar madera, metal o azulejos, taladros de todo tipo y tamaño, desde los neumáticos hasta los eléctricos, o tolvas para mezclar. Todo ello mientras las grúas subían y bajaban paquetes de ladrillos y materiales bajo las órdenes estentóreas de los capataces, amenizados por las radios de los trabajadores.

Trustytimewatch.com No hace falta entrar en el detalle fino: simplemente, el ruido ha sido infernal desde las ocho de la mañana hasta el atardecer, toda la semana, durante años. Nadie preguntó nunca quiénes eran los vecinos, si los había que padecían enfermedades o, por lo menos, de los nervios. Ahora no hace falta. Una gran parte de ellos ha desarrollado una sensibiidad patológica al ruido. Y posiblemente algo más.

Este ha sido el menú al que se han visto sometidos muchos barrios de Barcelona y otras ciudades españolas desde hace varios años. Y esto es sólo el ruido de la construcción. Además, están los camiones los coches y las motos, los taladros neumáticos que aparecen de repente en una calle, la levantan por segunda o tercera vez en unos pocos años, pican el suelo y cementan, las sirenas de ambulancias o la policía, las otras obras que te acompañan mientras vas a tus asuntos en la ciudad rodeado por gente que se desgañita hablando por el móvil mientras ocupa la calzada, o los que derraman sonido por los auriculares de su cacharrito de música. Cuando sientes que necesitas una pausa, entras a un bar a tomar un café y la música o el televisor están a un volumen suficiente como para que no te entiendan lo que pides si no lo acompañas de un gesto. No tiene nada de raro que la conclusión final sea doble: Barcelona es la segunda ciudad del mundo con mayor contaminación acústica y aquí gritamos hasta para hacer una declaración de amor.

Pero las estadísticas, como siempre, no dicen toda la verdad. Este 15 de abril tuvimos una ración extra de cifras con ocasión del día mundial sin ruido. Genial iniciativa. Si no hubiera sido porque la prensa y los telediarios nos lo recordaron, habría sido difícil saber que estábamos de fiesta. Pero estas verbenas anuales no van a resolver gran cosa. El ruido ahora lo llevamos en la cabeza, como si fuera la funda del sistema nervioso. Forma parte del paquete. Por la noche, cuando nos vamos a dormir y cerramos los ojos, Morfeo no viene con los brazos abiertos para dispensarnos un plácido sueño, sino que llega cargado con un arsenal de silbatos que hace sonar hasta la desesperación. Un creciente número de ciudadanos escuchan siseos o silbidos en la cabeza que no están localizados en ninguna parte en concreto. Se denominan acúfenos. No hay forma de erradicarlos, ni con pastillas, ni con música paliativa, ni con cirugía de los nervios auditivos, como ya lo han intentado muchas víctimas irritadas por esta estrepitosa huella del ruido.

Las clasificaciones de “ciudades más ruidosas” a que cada vez somos más afectos disimulan una verdad incontrovertible: las diferencias son de grado (umbrales de decibelios oficialmente permitidos), pero el ruido ha venido para quedarse. Forma parte de la propia transformación de la ciudad. Mientras, por una parte, desaparecían las fábricas o éstas se trasladaban a polígonos en la periferia urbana, la ciudad se ha convertido de manera discreta e insidiosa en un gigantesco taller. De la producción de bienes materiales, a la producción de servicios. Y estos procesos productivos esculpen y modelan el paisaje urbano. Antes, la fragua derramaba su sonido metálico sólo en su entorno. Ahora, la fragua es toda la ciudad y el ciudadano ha perdido la condición de tal a favor de la de cliente y consumidor, cuando no directamente la de peón del taller urbano.

El costo de la incorporación del ruido a los elementos constitutivos de la ciudad son ciertamente muy elevados. En el plano laboral, ya llevamos varios años documentando la creciente proporción de absentismo o bajas temporales por esta razón. El estrés causado por el ruido, sin embargo, tiene consecuencias más graves. El último informe de la OMS, del año pasado, chirría con notas nuevas. La intensificación y prolongación del estado de tensión por la contaminación acústica desencadena problemas cardiovasculares que pueden causar la muerte. La OMS llega por primera vez a esta conclusión tras eliminar el ruido de fondo, valga la redundancia, en los resultados de una serie de investigaciones que atribuyen a la exposición durante largo tiempo al ruido del tráfico (o sea, lo que nos pasa a casi todos los que vivimos en ciudades grandes) hasta el 3% de las muertes por infartos. Al año se estima que 7 millones de personas fallecen en el mundo por esta causa. Por tanto, el ruido se llevaría por delante anualmente a más de un cuarto de millón de ciudadanos.

La OMS publicó estos datos ante la creciente presión para saber cuál era el impacto real de la contaminación acústica en la salud humana. En EEUU, en los últimos años han aparecido más organizaciones contra esta contaminación que contra el cambio climático, a pesar del padrinazgo de que disfruta esta amenaza en los medios de comunicación. El año pasado, una coalición de científicos europeos analizó la información disponible en la UE y llegó a la conclusión de que el 2% de los europeos sufre perturbaciones del sueño por causa del ruido. Y volvieron a recordar los conocidos problemas de concentración y aprendizaje que experimentan los niños por efecto del ruido.

Mientras los datos se acumulan, los gobiernos nacionales y locales siguen anunciando grandes planes para reducir esta contaminación e incluso toman medidas públicas de cierta repercusión social. Pero lo que firman e inauguran con una mano, lo borran con la otra al incrementar y ampliar el ritmo de actividad de la fragua urbana. Los ciudadanos, en todas sus facetas, desde la laboral hasta la del ocio, seguimos atrapados en una telaraña sónica cada vez más tupida que impacta directamente sobre nuestro bienestar físico y psíquico. Y, en algunos casos, aunque nos cueste reconocerlo, puede llegar a matarnos.
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