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Doble estándar

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
09/4/2008
Fuente de la información: Madrimasd
Temáticas:  Política  Ciencia 
Artículo publicado en Madrimasd
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Hay algo que, para Occidente, no ha cambiado en Irak: antes de la guerra apenas se le prestaba atención a las cifras vertebrales de este país. Ahora, tampoco. Ni entonces, ni ahora, convenía. Por ejemplo, el país de Saddam Hussein era el que tenía más ingenieros y técnicos de carrera de todo el Medio Oriente, salvo quizá con la excepción de Irán. Había estudiantes iraquíes en universidades y politécnicos de EEUU y de Europa, sobre todo de Francia e Inglaterra. Sus preferidas eran las ingenierías y las carreras técnicas. Natural. Tenían petróleo y ese debería ser el combustible, valga la redundancia, de su despegue y diversidad industrial.

Y lo fue, pero sólo hasta cierto punto. Hubo una extraordinaria salvedad, como bien saben los gobiernos occidentales: la industria petroquímica. A pesar de la excelente formación de sus ingenieros, del dinero invertido en este empeño, de las maniobras reveladas hace años de los agentes de Hussein en el mercado negro de piezas para la industria pesada y, sobre todo, de tener petróleo en abundancia, Irak no lo consiguió. Las petroquímicas siguen siendo un bastión de los ricos. Por ejemplo, de Suiza, donde, como se sabe, sus pozos petrolíferos forman parte del paisaje, como las vacas y los lagos de montaña.

Ahora, posiblemente no lo conseguirá nunca. No en la vida de varias generaciones. Aunque no haya cifras fiables que avalen esta aseveración, se puede asegurar con cierta base que el caudal científico-tecnológico de Irak se ha ido al garete. Esta impresión no demostrada forma parte del fundido en negro que vive el país. Nadie sabe si la guerra se ha cobrado 80.000 o medio millón de muertos. De los heridos no se habla porque si se ignoran los muertos -parecen pensar las organizaciones sanitarias internacionales- ¿para qué vamos a especular con los que han sobrevivido a los salvajes arañazos de este insensato conflicto? Por otra parte, quiénes son los muertos y los heridos se ha convertido en una pregunta hiperbólica en función del que intente una respuesta. Para EEUU, oficialmente, no hay respuesta fiable ni a éste ni a otros misterios de su guerra.

La situación sería otra si la tortilla se tostara por el otro lado. Es la ventaja del doble estándar que casi llevamos como implante genético en los países ricos. Según las cifras más recientes que empiezan a recabar sobre el terreno los organismos de la ONU y varias agencias de ayuda a los refugiados, más de 4 millones de personas (y ese “más” puede encerrar en su forma adverbial hasta otros dos millones de seres) no viven en sus hogares habituales en Irak. O han huido a otra parte del país, o han pasado alguna frontera. Si Irak hubiera invadido EEUU, el equivalente de esa diáspora habría sido que 50 millones de estadounidenses habrían tenido que abandonar sus viviendas en tan sólo cinco años y, seguramente, haber encaminado sus pasos hacia México y Canadá, tal y como sostiene el profesor Michael Schwartz, profesor de sociología en la Universidad de Stony Brook (Nueva York) en un libro sobre la crisis de los refugiados iraquíes. ¿Qué dirían entonces no sólo estas atribuladas víctimas de tan impensable catástrofe, sino la nación entera, si las autoridades iraquíes fueran propalando por todas partes que “la situación en EEUU mejora ostensiblemente y estamos cerca de poder declarar una incontestable victoria”? (War Without End: The Iraq Debacle in Context)


Lo cierto es que esta guerra desastrosa, de la que algún día sabremos quienes fueron todos sus fogoneros y al servicio de qué maquinistas trabajaban, no sólo ha destrozado al país, y lo sigue haciendo, sino que, en el proceso, ha resquebrajado el tejido científico imprescindible para cualquier reconstrucción. Como estamos viendo en los excelentes documentales que ahora se atreven a hacer los periodistas de EEUU, justo cuando va a acabar la presidencia de Bush, desde la técnica básica de la fontanería, hasta la más compleja de las ingenierías, ya nadie sabe dónde está la gente adecuada, los institutos y centros de investigación se han vaciado y todos sospechan que sus habitantes se han marchado quizá para siempre.

Ante tamaña destrucción maquinada con semejante estulticia y perversidad por la cúpula política y militar de EEUU no cabe, desde luego, cargar a un sector de la población con el tremendo lastre de la reconstrucción. Pero, sin duda, el destrozo cometido en las reservas de ciencia y tecnología de la sociedad iraquí, el drenaje de cerebros sufrido en apenas un lustro, hará que cualquier cálculo sobre el futuro de este país que no tome en cuenta semejante desgarro será cómplice, cuando menos, de las extraordinarias previsiones con que nos vienen castigando los habitantes de la Casa Blanca. La crisis de los refugiados iraquíes nos va a dar la real medida de lo que ha conseguido deshacer esta guerra y de lo que supondrá recuperarlo.
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