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Los datos del futuro

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
08/2/2008
Organizador:  La Vanguardia, Suplemento Dinero
Temáticas:  Ciencia  Tecnología 
Artículo publicado en el Suplemento Dinero del periódico
La Vanguardia
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Quizá la inexplicable enfermedad que usted tiene e, incluso, la terapia para curarla puede que ya se hayan descubierto. Pero no sabemos donde está la información de la una ni de la otra. De hecho, no sabemos ni siquiera si usted en realidad está, o va a estar enfermo, y ni si tenemos ya la terapia para sanarlo. Todo esto puede que esté sepultado en los billones de bits de información generados en apenas una década y que conforma uno de los problemas más descomunales de la ciencia actual: cómo preservar lo que hace y cómo hacerlo de una manera comprensible para las generaciones actuales y futuras.

El problema no es nuevo. La nave Viking 1 partió hacia Marte el 20 de agosto de 1976 y llegó a su destino el 19 de junio de 1976. Apenas un mes después, el 20 de julio, un módulo se separó de la nave y amartizó en la Planicie de Chryse. Dos meses más tarde, se posaba en la Planicie Utopia el módulo de la nave Viking 2. Apenas 10 años después, cuando la NASA quiso echar mano de los datos de la primera llegada del hombre a Marte –por interpósita máquina-, se encontró con que no encontraba los datos o las cintas que los debían contener estaban limpias. En medio de la desesperación, alguien recordó a un jubilado que trabajaba en aquel departamento. Una vez localizado en su retiro, aquel ingeniero llegó, vio y dijo: “La cinta corría en dirección contraria cuando yo trabajaba aquí”. Efectivamente, se puso la cinta en una máquina ya obsoleta, la cinta corrió en sentido contrario y ¡voilá! aparecieron todos o casi todos los datos.

En ese momento se dio por inaugurada una nueva era en la archivística: además de preservar los documentos automatizados, había que preservar las máquinas lectoras de dichos documentos. Un espectro se cernió sobre todos los archivos del mundo, el de la imposibilidad de mantener vivas y en funcionamiento todas las máquinas lectoras que la industria había inventado e iba a inventar para todos los sistemas de registro documental que iba a desplegar. A principios de los 80, EEUU creó un comité para estudiar el problema en el que había, fundamentalmente, científicos e ingenieros. Presidía el grupo John Mallinson, el inventor de la grabación magnética de video. Los expertos produjeron un documento pomposamente titulado: “Cómo preservar para el Milenio los registros archivados sólo legibles por máquinas lectoras”. Sus conclusiones dejó estupefactos a todos: lo mejor era regresar al microfilm, una tecnología sencilla, fácil de leer (a malas, sólo requiere una caja y una bombilla) y más fácil de preservar.

Así se hizo... pero por poco tiempo. Internet se engalanaba para salir al escenario público y, cuando lo hizo, le aguardaba la web para multiplicar su influencia. De eso han pasado ya casi 15 años. En ese periodo hemos incrementado notablemente cada año nuestra capacidad de generar información y de almacenarla. Pero no hemos resuelto el problema, si acaso lo hemos hecho más grande: ahora tenemos más información que nunca antes, pero menos criterios homologados sobre cómo guardarla para rescatarla de manera significativa cuando la necesitemos. El problema es particularmente acuciante en la ciencia, porque en esa información reside su legado para las generaciones actuales y futuras.

El problema ahora sigue siendo el mismo: no sólo hay que preservar la información, sino también las máquinas lectoras de esa información. A diferencia de los documentos de papel, mapas o gráficos, que se pueden examinar a simple vista, los documentos informatizados sólo se pueden ver si tenemos la máquina lectora. ¿Alguien tiene ahora un lector de disketes de 400K? Pero si hasta ya resulta difícil encontrar tocadiscos “de los de antes”.

La cuestión no es trivial. No se trata de preservar por preservar, sino de preservar porque la riqueza en información y conocimiento, en una sociedad cada vez más articulada alrededor de estos bienes, se convierten en un factor estratégico. Si desentrañamos misterios, preocupaciones, deseos, temores o angustias, pero después no sabemos donde los hemos puesto, es como perder el anillo de la sabiduría que se convierte en mágico simplemente porque nadie sabe donde está.

Lo curioso es que los fondos públicos financian una ciencia que produce resultados, pero no financia sistemas para guardar y sistematizar esos resultados. Los satélites no paran de enviar chorros trillonarios de bits sobre la Tierra, los hospitales hacen lo mismo mediante ensayos clínicos de todo tipo. Nunca hemos observado la Tierra o el cuerpo humano como ahora y, gracias a ello, sabemos más que nunca de ambos, pero estamos a punto de perderlos de vista si no logramos preservar los datos de manera inteligente. ¿Qué quiere decir esto? Que si sucede algo relacionado, o que pudiera estar relacionado en el pasado, presente o el futuro con los datos recogidos hoy, se puedan establecer las conexiones pertinentes para actuar a partir de dicha información. Si no, ¿cuál es el propósito de ésta? ¿Producir resultados destinados a la fosa digital?

Aunque no los veamos, una gran parte de lo que denominamos sociedad moderna o avanzada, esté ésta en un país industrialmente desarrollado o en vías de desarrollo, depende de los sensores. Los hay por todas partes, en los procesos de fabricación, de regulación del tráfico, de investigación, de la agricultura. Por ejemplo, el nuevo Colisionador de Hadrones del Laboratorio Europeo de Física de Partículas (CERN) en Ginebra, Suiza, se espera que genere 450 millones de gigas de información en 15 años de vida útil, el equivalente a 650 millones de Cd. Esta información hay que convertirla en algo digerible para los investigadores de todo el mundo que la esperan en 100.000 ordenadores conectados a la red del acelerador. Curiosamente, hay dinero para todo el acelerador, pero para el almacenaje de la información que produzca sólo está cubierto el primer año de funcionamiento, a pesar de que se le vaticina una vida plena hasta el 2023.

Ante estos procesos, la preservación de la información de origen y carácter científico comienza a convertirse en una gran industria, donde predomina el síndrome del archipiélago: cada maestro tiene su librillo. Aparte de las empresas que comienzan a dar servicio a los centros de investigación para guardar y hacer accesible su información, las entidades públicas apenas comienzan a meter la cuchara. La National Science Foundation de EEUU va a poner 100 millones de dólares para investigar metodologías de preservación de documentos informatizados. En Bruselas se celebró en noviembre pasado un reunión para decidir una política europea de preservación de datos generados por los científicos europeos. Comienza a formarse un consenso promovido por la Alianza para el Acceso Permanente (APA en sus siglas en inglés) de que el 2% de los presupuestos dedicados a la ciencia se reserve para preservar datos, los programas que los han generado y los cacharros que funcionan con esos programas y leen la información.

El otro problema es desarrollar metodologías fiables de filtraje para decidir quien puede consultar estos datos en el futuro, un futuro que puede ser pasado mañana. Quizá en ellos se encuentre la clave de alguna enfermedad, e incluso de su terapia, pero quizá también haya información sensible que puede afectar a los individuos de ciertas genealogías. Estamos ante un problema que requiere imaginación, audacia y mucho dinero. Tres elementos que no se ven por ninguna parte, mientras el globo de la información y el conocimiento en registros automatizados sigue inflándose. ¿Estamos ante otra burbuja?

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