Editorial número 71
La ignorancia es madre de la admiración
Deep Blue le propinó a Kasparov una buena tunda. Para muchos de nosotros,
aficionados o no al ajedrez (yo lo soy), la victoria de la máquina es como
si hubiera sido nuestra. Vamos, es que lo fue. Le dimos lo que se merece
nada menos que al campeón mundial. Todavía habrá que hacerle morder el
polvo tres o cuatro veces más antes de pasar a otra instancia de esta
relación hombre-máquina. Así como el ordenata desarrollado por IBM funciona
con procesadores en paralelo, las partidas de ajedrez en la cumbre
cibernética del próximo siglo serán contra Grandes Maestros jugando todos
en paralelo contra un discreto PC portátil al otro lado del tablero.
Al
principio ganaremos (los humanos, claro). Pero no durante mucho tiempo.
Antes de lo que se tarda en hacer un enroque ocurrirá lo que ya estaba
escrito hace tiempo en el silicio: nos impondremos (las máquinas, claro) y
tendremos que buscar otras áreas para desafiarnos a nosotros mismo. Porque,
en realidad, eso es lo único que estamos haciendo: jugar entre nosotros a
través de nuestros propios productos culturales. La máquina, sobre todo el
ordenador, es a fin de cuentas, el apéndice más acabado de nuestra reciente
evolución. Que le hayamos ganado a Kasparov sin ni siquiera echar mano de
la inteligencia artificial tan sólo indica dónde estamos en este proceso
evolutivo. Pero también nos dice muchas cosas más. Por ejemplo, hasta dónde
ha llegado el papanatismo tecnológico de una sociedad que no cesa de
innovar y de meterse las innovaciones por cuanto orificio (natural o
quirúrgico) puede y, al mismo tiempo, observa con horror sus propias
innovaciones, sobre todo como si fueran productos de otra especie.
Los medios de comunicación, en particular, se lo han pasado bomba con las
partidas entre Kasparov y la maquinita de marras. No se han cortado ni un
pelo en largar todos los tópicos y lugares comunes del catálogo. Desde "la
desquiciante forma de jugar del rival inhumano" (Freud habría añadido unos
15 volúmenes más a su obra completa sólo con esta frasecita), hasta "la
frialdad con que maneja su fuerza bruta el ordenador". Como dice el
chiste: ¿Pero no había alguien más detrás de los bastidores?
De todas maneras, me quedo con algunas perlas pronunciadas por el propio
Kasparov para consumo de los humanos amenazados como especie por el avance
de las máquinas. Sobre todo, porque creo que proceden desde lo más profundo
de los tiempos. Para comprobarlo, basta pensar que fueron proferidas por el
troglodita que recibió la primera piedra en la cabeza lanzada por una mano
que, hasta entonces, apenas había articulado los dedos para aferrarse a las
ramas de los árboles y coger frutos, o por cualquiera de sus subsiguientes
secuelas (espada, flecha, catapulta, cañonazo, caballería, tren, avión,
cajero automático, etc.):
Por parte de la prensa me encantó la popularización de la frase estúpido
silicio para calificar a Deep Blue, en referencia al material del que están
hechos los chips. Habría que decir: el estúpido silicio lo es tanto como un
grano de arena. Muchos granos de arena juntos componen en nuestra cabeza
una playa o un desierto, lo cual ya no parece tan estúpido. No digamos ya
si además estamos sobre todos esos granos de silicio frente al mar. De
todas maneras, el estúpido silicio es un pariente cercano del sílice que
utilizaron unos individuos hace unos miles de años para que, al final del
experimento, se pudiera sentar un señor frente a un ordenador con una
tablero de por medio lleno de trebejos de madera. Curioso.
La partida de ajedrez parece haberse convertido en una excusa perfecta
para rebajarnos intelectualmente a todos apelando a instintos de la fase
arbórea. Un acto perpetrado, además, por los mismos que se desviven, por
ejemplo, por meterse máquinas en el cuerpo para que bombeen sangre a un
ritmo exacto y preciso y que cuando detecten una arritmia propinen una
descarga eléctrica exacta para restaurar el tic-tac normal del corazón.
Aunque les cueste creerlo, la máquina no es más que el hombre. Y muchas
máquinas juntas e interconectadas, como sucede en Internet, siguen siendo
el hombre. Todas estas socorridas imágenes del enfrentamiento entre el
hombre y la máquina me recuerdan la declaración del asesino ante el juez:
"No la maté yo, señoría, sino la bala que se salió del cañón de la
pistola". La mayor parte de nuestra evolución humana se ha dado en el
exterior del cuerpo, en la forma como hemos modificado la naturaleza con
herramientas culturales de todo tipo: piedras, hachas, lenguaje oral y
escrito, cuentos, ritos, mitos, artefactos, ciudades, máquinas,
ordenadores. Todo ello somos nosotros. Son nuestras prótesis, como lo es la
propia TV que nos permite ver a Kasparov jugar con una máquina hecha por un
montón de Kasparovitos con distintas habilidades. El problema no son las
prótesis, sino en manos de quiénes están y si somos capaces de
redistribuirlas equitativamente. Este desafío histórico de apropiación de
nuestra propia evolución cultural hoy alcanza uno de sus momentos
culminantes en Internet. Noam Chomski lo enunciaba con enorme claridad en
una reciente visita a Mallorca: "Si no hacemos nada, Internet y el cable
estarán monopolizados dentro de diez o quince años por las
megacorporaciones empresariales. La gente no sabe que tiene en sus manos la
posibilidad de disponer de estos instrumentos tecnológicos en vez de
dejárselos a las grandes compañías. Para ello, hace falta coordinación
entre los grupos que se oponen a esa monopolización, utilizando la
tecnología con creatividad, inteligencia e iniciativa."
Los otros grupos, los que observan este proceso con una tecnofobia casi
circense son cuerpos que se quedan en la antigüedad, como dice Eduardo Haro
Tecglen. En esta ambivalencia entre la apropiación constante de la máquina —de nuestra cultura— y la huida hacia una humanidad definida como la
exclusión absoluta de todos los rasgos culturales que la explican, la única
conclusión cierta que nos deja la partida de Kasparov es que las acciones
de IBM se van para arriba, se van a vender muchos más ordenadores para
jugar al ajedrez e Internet ha demostrado ser el tablero digital por
antonomasia. Pero, en el fondo, hay mucho más.
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