Editorial número 403
No viene día que venga tarde
Nunca se había vivido con tanta expectativa
y anticipación la tradicional ceremonia del encendido
de las luces de Navidad. Ese momento mágico que
convertía en espacios resplandecientes a las plazas
y calles de miles de ciudades en el mundo durante
los últimos días del año, era el pistoletazo de
salida para la pléyade de ritos que componían el
mecanismo interior de la fiesta: las felicitaciones
rituales, los centenares de millones de bienintencionados
mensajes mediante postales, correos electrónicos,
anuncios o calendarios, los regalos útiles e inútiles,
sorprendentes o (los más) repetitivos, la ilusión
de la alegría infantil a fecha fija, la gastronomía
sin freno posible, la reverencial mirada a las tarjetas
de crédito y la vigilancia de soslayo de la cuenta
bancaria. Este año 2013, sin embargo, las luces
de Navidad prometían algo más que la felicidad con
fecha de caducidad.
Los medios de comunicación habían bautizado
en esta ocasión al tradicional encendido de las
luces navideñas como el "doble big bang". Efectivamente,
el alcalde de la ciudad de la ciudad tendría a
su disposición dos interruptores. Uno produciría
el "big bang" conocido: guirnaldas y figuras de
todo tipo se convertirían en un bosque iluminado
cuyo fulgor inundaría calles y edificios. El segundo
interruptor encendería las "luces del tiempo"
que, por primera vez, se usarían públicamente
en la fiesta más popular del mundo occidental.
La diferencia entre ambas ceremonias era notable.
La primera sólo requería, como siempre, los miles
de espectadores dispuestos a decir "¡ooooooh!"
en el momento adecuado. En la segunda, sin embargo,
además de la audiencia que ya se agolpaba alrededor
de las cabinas donde se encenderían las "luces
del tiempo", los ciudadanos que iban a recibirlas
como si fuera el agua de un rito iniciático hacían
cola. Ellos, y las luces navideñas, eran los grandes
protagonistas de la noche.
Los periodistas, cámara en ristre y armados
de micrófonos, no cesaban de entrevistar a unos
y otros, a espectadores y actores.
- Qué, ¿usted no se atreve?
- No sé, es que... a mí me gustan las Navidades,
aunque reconozco que a veces me dan ganas de
irme a otro planeta. Quizá el año que viene
lo pruebe.
- A usted lo noto más que nada indeciso...
- Yo voy a esperar a ver qué pasa. Si todo sale
bien, entonces lo probaré para el siguiente
Forum de las Culturas. Para hacerlo en Navidades
siempre hay tiempo.
- ¿Y, usted, está solo o va con la familia?
- No, no, solo, solo. La familia dice que se
lo pasa muy bien estos días y prefieren esperarme.
Lo voy a probar yo primero y, si todo marcha
como prometen, pues me sacaré un abono por el
resto de las navidades que me queden.
- ¡Doctora Hau, doctora Hau, por favor, díganos
que siente en estos momentos! ¿Le sorprende
lo rápido que sus ideas se han convertido en
realidad? ¿Es este su mejor regalo de Navidad?
- Bueno, como ya he dicho tantas veces estos
días, nunca imaginamos que llegaríamos a este
momento tan rápidamente. Ahora suenan más proféticas
que nunca las palabras del malogrado Phil Hemmer,
del Laboratorio de Investigación de la Fuerza
Aérea de EEUU en Hanscom, cuando en el 2001
nos dijo: "Ahora que han mostrado que es posible,
el siguiente paso es llevarlo a la práctica".
Y, por más increíble que parezca, aquí están
las "luces del tiempo", en el lugar que les
corresponde para su gran estreno: iluminando
las navidades.
Lene
Hau conmovió el mundo de la ciencia
en 1999 cuando anunció que había
conseguido rebajar la velocidad de la luz a unos
pocos metros por segundo. Dos años después,
el mundo recibía atónito una noticia
que devolvía una mirada sorprendida hacia
Einstein: Mijail
Lukin conseguía detener completamente
un pulso de luz roja sin perder ninguno de sus
fotones. La luz, que viaja en el vacío
a 300.000 kilómetros por segundo, y a un
poco menos en medios más densos, había
reducido su velocidad a cero en un preparado especial
de átomos de diferentes gases, como sodio
o rubidio. Poco tiempo después, el experimento
ascendió un peldaño más mediante
un interruptor químico que permitía
que la luz "reanudara" su camino mediante
saltos controlados hasta alcanzar su velocidad
"normal" de crucero.
En poco tiempo, Hemmer y su equipo, junto con
investigadores de otros centros científicos, comenzaron
a diseñar prototipos donde se pudiera detener
la luz, detener el tiempo y provocar, entre otras
posibilidades, saltos en el tiempo cabalgando
la luz. Las primeras cabinas experimentales comenzaron
a funcionar en el 2009. Rápidamente se pasó del
laboratorio a los ensayos de campo con animales.
En el 2010, miembros del equipo Harvard-Smithsonian,
que venían aplicando la detención de la luz al
diseño de ordenadores cuánticos superrápidos,
se convirtieron en los primeros humanos en probar
los saltos del tiempo a lomos de haces de luz.
Un año después, dos compañías de EEUU comenzaron
a fabricar las primeras cabinas en serie aunque,
en realidad, cada una debía llevar de fábrica
la especificación de su objetivo. No se trataba
de una máquina del tiempo "a la Wells" con mandos
y palancas para escoger dirección y época del
viaje. La "luz del tiempo" requería de una compleja
combinación de rayos láser y medios químicos para,
primero, detener la luz y, después, ponerla de
nuevo en el lugar exacto de coincidencia entre
el tiempo y el espacio deseado. Ambas compañías
decidieron hacer un estudio de mercado, uno de
los más extensos jamás emprendidos y con el mayor
índice de participación que se había conocido
hasta entonces. Internet fue esencial para asegurarse
una cobertura mundial. La pregunta era directa
y sencilla: "Si usted pudiera cabalgar la luz
del tiempo, ¿hacia donde saltaría?".
La respuesta abrumadoramente mayoritaria desde
todas las esquinas del planeta fue clara y estentórea:
"Me saltaría las Navidades". Un deseo tan masivo
provocó una profunda y traumática conmoción cultural.
Científicos sociales, expertos de todo tipo, filósofos
e intelectuales, columnistas, charlatanes, todo
el mundo se abocó a dilucidar mediante una amplísima
batería de argumentos y estadísticas las razones
de esta espantada sincrónica. Que si el paro,
que si el aburrimiento, que si la disgregación
familiar, que si el consumo compulsivo... Todavía
siguen apareciendo libros y documentales dedicados
a encontrar la quinta pata del gato que explique
lo que se dio en llamar "el gran éxodo navideño".
Y aquí estamos ahora, a punto de que el alcalde
encienda las "luces del tiempo", las luces navideñas
que permitirán a unos cuantos evitarse las Navidades,
saltárselas cabalgando sobre haces lumínicos que
se detendrán completamente para después reanudar
su camino hasta depositarlos, sanos y salvos,
en otro tiempo de sus vidas, sin "felices fiestas
y próspero año nuevo" en el horizonte inmediato.
A las 12 en punto de este 23 de diciembre de 2013,
el alcalde apretó el botón. Un bellísimo fogonazo
azul inundó el interior de las cabinas. Las siluetas
humanas quedaron recortadas sobre un fondo de
haces rojos, los cuales fueron derivando hacia
un violáceo cada vez más opaco hasta fundirse
en un negro azabache. Todo sucedió en un suspiro,
sin estruendo ni fanfarria. Las cabinas de las
"luces del tiempo" volvieron a iluminarse, ahora
por los adornos navideños que se arracimaban en
su contorno.
La ceremonia había acabado. Las Navidades habían
empezado. Ahora sólo quedaba cumplir con todos
los ritos y aguardar a que los jinetes de la luz
regresaran allá por la primera semana de enero.
En el aire flotaba una extraña sensación, un interrogante
irresoluble: ¿cuál era el mejor de estos dos mundos
que acababan de inaugurarse, uno con fiestas navideñas
repletas de luces y tradiciones inescapables y
otro tan sólo ocupado por el galope de una luz
quieta? Ante la duda, vamos a comprar lo que nos
falta para la cena. Y el año que viene desaparecemos,
¿eh?.
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