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La flecha del tiempo virtual

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
29/1/2002
Fuente de la información: Revista en.red.ando
Temáticas:  Tecnología  Internet 
Editorial número 304

Cien hijos de un vientre y cada uno de su temple

¿Q
ué hacemos cuando navegamos por Internet? ¿Cómo se comporta nuestro cerebro cuando se sumerge en la extraña naturaleza del ciberespacio, de qué manera trata de darle sentido a un entorno radicalmente diferente de la cotidianidad del mundo real? ¿Qué parte de las neuronas se excitan con los peculiares impulsos que, sin duda, propicia la naturaleza digital? ¿Segregarán alguna sustancia para tratar de comprender y adaptarse a un paisaje sin parangón, donde reina el orden y el desconcierto, donde los cuerpos desaparecen y tan sólo se encuentran e interaccionan sistemas nerviosos, todo ello mediado por textos, gráficos e imágenes que, en el fondo, no son más que 0 y 1? ¿Y qué sucede cuando desconectamos de esta especie de Mátrix y recuperamos las medidas físicas y la solidez del entorno, construído sobre relaciones tan diferentes a las experimentadas en el reino digital?

Este tránsito de ida y vuelta entre lo sólido del átomo y lo gaseoso del bit constituye sin duda uno de los campos más fascinantes de la Sociedad del Conocimiento, al que todavía apenas se le ha prestado la debida atención. Pero es fundamental, porque descifrar cómo funcionan los procesos cognitivos en las estructuras virtuales y cómo trasladamos los resultados a las reales resulta vital para evaluar nuestro comportamiento a este y aquél lado del espejo real/virtual. Desde cómo aprendemos (si aprendemos) en el ciberespacio, a cómo nos relacionamos, cómo acumulamos experiencias, para qué nos sirven y dónde las aplicamos, o cómo estamos evolucionando en esta veloz carrera por desenvolvernos sólo a golpe de cerebro en un entorno nuevo, virtual, compuesto de elementos invisibles o de una visibilidad que es tan sólo un artificio.

En Historia del Tiempo, el físico Stephen Hawking explica que la flecha del tiempo siempre apunta "hacia adelante", como todos podemos comprobar a través de la experiencia cotidiana. Las cosas no suceden "hacia atrás". Los platos hecho añicos en el suelo no suben hasta la mesa recompuestos en su forma original, ni nosotros aparecemos mayores para irnos reduciendo hasta la infancia y acabar dentro del útero, por poner un par de ejemplos. Este es uno de los argumentos, precisamente, a favor del Big Bang: la flecha del tiempo apunta hacia la separación de todas las galaxias, lo cual indica que si lográramos cambiar la dirección de la flecha del tiempo, comenzaríamos a recorrer el camino hacia atrás. El mañana sería en realidad el ayer en esa senda de vuelta hacia el momento en que todo no era más que un punto de extraordinaria condensación del que se formó el Universo que conocemos.

Parangonando a este principio enunciado por Hawking, podríamos decir que, al inventar Internet pusimos en marcha la flecha del tiempo virtual. Desde aquel Big Bang en 1969, en el que ese punto de condensación estaba integrado por cuatro ordenadores en red y menos de un par de docenas de usuarios, hasta ahora, el universo virtual ha experimentado una fenomenal expansión hasta estar integrado por constelaciones de más de cien millones de ordenadores interconectados y unos 500 millones de internautas. Un universo, además, que sólo existe entre los ordenadores conectados y que se encuentra en evolución constante. De las galaxias de letras en blanco y negro hemos pasado a masas estelares de gráficos, imágenes, sonidos, colores, 3D, etc. La nueva naturaleza virtual creada por los ordenadores interconectados posee una serie de rasgos que determinan en gran medida sus peculiares propiedades. Entre estos rasgos destacan, sobre todo, tres:

  • la expansión del universo digital procede de una manera descentralizada, mediante la simple adición de más ordenadores a la red y de mayor capacidad de procesamiento;
  • ninguno de estos ordenadores (a pesar de los persistentes intentos de John Ashcroft y Bill Gates) ejerce labores de comando y control sobre los otros, con lo cual asistimos a una expansión desjerarquizada (esto no quiere decir que no funcionen las fuerzas de la "gravedad digital", tema que abordaremos en otro editorial);
  • todos los usuarios actúan exactamente en el mismo plano, ya que las herramientas son las mismas para todos (correo-e, páginas web, buscadores, bases de datos, etc.), como lo son las condiciones para encontrarse y relacionarse en el espacio virtual.
A esto habría que sumarle algunas características nada despreciables: el espacio virtual existe, repito, entre ordenadores interconectados a los que se accede mediante la conexión de un dispositivo electrónico, ya sea un ordenador o un teléfono móvil. Por tanto, casi la única forma de ingresar en el ciberespacio es mediante una inmersión total de nuestro cerebro sin que participe ninguna de las otras partes de nuestro cuerpo (fuera de lo que nos exija teclados e interfaces por el estilo). Y cuando nos sumergimos en el entorno virtual, nuestra actividad oscila entre la típica de un autista --contemplamos todo como algo que nos sucede a pesar nuestro-- y la del voraz interactor dedicado a consumir relaciones con los otros usuarios, o los productos elaborados por ellos, con todas las energías que el tiempo y su experiencia le permita.

Esta es la dirección de la flecha del tiempo virtual: la que se dirige hacia "dentro" de la red. Cuando vamos hacia "allí", sabemos hasta cierto punto lo que tenemos que hacer, lo que esperamos encontrarnos y cómo desenvolvernos en ese ámbito tan peculiar. Allí se establecen relaciones entre individuos, instituciones, colectivos, empresas u organizaciones, con áreas del saber y la ignorancia, con lo trascendental y lo superfluo, de manera horizontal y transversal, sin autoridades que establezcan pautas de conducta, criterios morales o reglas de comportamiento más allá de las necesarias para que el artificio funcione. En esas fases de inmersión virtual, de vivir de acuerdo a la dirección de la flecha del tiempo virtual, vagabundeamos, nos organizamos, creamos relaciones sociales nuevas, absorbemos información y conocimientos como si estuviéramos en una centrifugadora universitaria, estructuramos el trabajo construyendo redes intangibles como si fueran trajes a medida, cooperamos y competimos sin solución de continuidad, debatimos como ya no podemos hacerlo en ningún bar o ateneo (no con el grado de especificidad y profundidad que nos deparan múltiples foros virtuales).

¿Qué sucede cuándo desconectamos? ¿Qué ocurre cuando tratamos de girar la flecha del tiempo digital hacia la flecha del tiempo real, cuando de "dentro" saltamos hacia "delante"? En primer lugar recuperamos el cuerpo, el nuestro y el de los demás, además de todo lo demás. Y nada es igual. Inmediatamente comprobamos que navegar hacia dentro no tiene nada que ver con navegar hacia delante. Apenas cortamos el fluido digital, nos encontramos en un mundo donde las relaciones son diferentes, las estructuras sociales aparecen determinadas por otros parámetros. Nuestra conducta, por ende, cambia, se adapta inmediatamente a su entorno natural. Y pierde, con ello, capacidad de relato. ¿Cómo explicarle a nadie lo que acabamos de hacer? ¿Cómo narrar la experiencia concreta de haber intercambiado conocimientos, saberes, historias con gentes de otro continente o de la vuelta de la esquina? ¿Cómo trasladar al mundo real las vivencias experimentadas en el virtual, cómo darle una pizca de sentido al menos a una forma de relacionarse con los demás y con los que ellos hacen a través de redes virtuales (pero de una consistencia casi física), sin necesidad de someter esas relaciones a las dificultades y estrecheces habituales de la vida cotidiana?

La flecha del tiempo virtual sigue apuntando hacia dentro. Por alguna razón -¿falta de entrenamiento? ¿carencia de ciertas capacidades evolutivas?- al cerebro no le resulta fácil hacer la transición entre los procesos cognitivos propios del ciberespacio y los que le exige una realidad corporal construida con materiales radicalmente diferentes. Esta relación entre nuestro cerebro y el ciberespacio, esta tensión entre lo que nuestro cerebro hace cuando entra en el espacio virtual y el proceso de adaptación (e incorporación) de lo aprendido a las condiciones de lo presencial, no es, sin embargo, inmutable. Desde 1969 hasta ahora, sobre todo desde 1994 en adelante, hemos ido creando entornos cada vez más complejos, más densos, más ricos. Algunos de ellos apuntan a un cambio significativo en la dirección de la flecha del tiempo virtual. Se trata de entornos colaborativos muy particulares, que nos acercan al momento en que podremos acceder al ciberespacio tanto por inmersión virtual, como por "exmersión" virtual, es decir, actuando fuera, en el mundo real, sin necesidad de abandonar el virtual.

Pero tanto, si nos atenemos a la peculiaridades actuales de la flecha del tiempo digital, como a la posibilidad de que consigamos darle la vuelta, queda pendiente el problema de fondo: cómo nuestro cerebro cartografía la extrema complejidad del entorno virtual y hasta qué punto consigue extraer conclusiones válidas para su aplicación en el mundo real. Éstas no son cuestiones que apelen tan sólo a la neurología, sino, sobre todo, a la cultura y a nuestra comprensión de cómo nos relacionamos con el mundo que nos rodea. Aunque parezca sorprendente, a pesar de la trascendencia de las preguntas que esto nos plantea (desde procesos de cognición, a procesos de relación y maduración social), la investigación en este campo apenas está despuntando. Neurobiólogos, ingenieros, psicólogos sociales, psicopedagogos, antropólogos y expertos de otras disciplinas recién comienzan a hacerse las preguntas correctas para desentrañar las implicaciones de la flecha del tiempo virtual. En las próximas semanas examinaremos tanto estos nuevos campos de investigación, como los resultados cosechados hasta ahora.

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(02/01/2001)
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